Virginia. (p.1)
Ese día de viento le escribí una carta a Virginia. Y como casi toda carta de casi toda persona que no está acostumbrada a escribir cartas y sólo aprendió a redactarlas en la primaria, comencé con “querida”.
Y creo que pocas veces se emite el querida conscientemente; y allí en mi computadora, sentí que cada tecla que presionaba eran un “hola” y un “adiós” para Virginia.
Pero bien, luego del Querida Virginia (dos puntos y aparte) tenía que escribir algo que pintara el mensaje del color que yo quería, que le dijese a esa muchacha terca cuanto la amaba, aunque yo sabia muy bien que aquél comienzo era lo más simple y literal que había escrito alguna vez.
¿Cómo estás? Si tan sólo esa pregunta ingenua y obligatoria pudiera contener todas esas preguntas obsesivas que me pregunto-aba. Si tan sólo no tuviera que escribir para saberlo. Si tan sólo pudiera mirarla a través de esos ojos de hojas primaverales. Entonces comprendí que las palabras y las letras me importan lo que me importan las colillas de los cigarrillos en un cenicero viejo. Que escribir me gusta porque me acerca a ella en la distancia, cuando no puedo mirarla.
Yo estoy bien, todo sigue igual de aburrido ¿En verdad me digné a decirle que me encontraba bien en su ausencia? Esa frase no era de mi mundo, no pertenecía a mis sentimientos ni aunque yo lo quisiera. ¿Cómo iba a poder parecerme el mundo aburrido si cada puta cosa me la recordaba? ¿Tenían razón mis amigos cuando decían que estaba enloqueciendo? Evidentemente, yo bien no estaba.
Lo que pasa, Virginia, es que este mundo es una bola de engendros ajenos que no se asemejan ni a lo que una célula tuya puede ser. Y que la espalda me está matando de tanto estar agachándome a recoger los pedazos de mi corazón roto por vos. Que mi amígdala está en su punto de ebullición y necesito enfriarla con sueños despiertos de bajo presupuesto. Quería que sepas también, que mi vida se transformó en una película barata de ciencia ficción desde que te fuiste. Y odio las películas de ciencia ficción. (...)
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